miércoles, septiembre 13, 2006

La mañana es un poema

Son siete cuarenta y cinco:
La ciudad emerge de entre la noche,
despierta al día con su mejor sonrisa
a pesar de la lluvia
a pesar de las prisas y la invasión
de incertidumbres matutinas.

El cambio del ámbar al rojo
me sorprende en la esquina aciaga:
de norte a sur por la avenida Alemán
en el cruce con la calle Xalapa.
Ahí, atrapado en el caos vehicular
miro por la ventanilla:
es un nublado perpetuo, sin resquicios,
la lluvia suave cae,
es una caricia materna,
y las grandes grúas que construyen
el puente a desnivel se mueven
lentas, taciturnas, acompasadas;
se miran, se guiñan, se abrazan
como en un poema de Maples Arce.

Hay dos hombres, bajitos, morenos
con el torso desnudo y el agua escurriendo
por el cuerpo: pelean con un cable
[¿un cable a tierra, acaso?]
de unas tres pulgadas de diámetro:
jalan el extremo y resbalan en el suelo húmedo;
más allá, otros dos, quitan el barro
a la punta del barreno que hace agujeros
para instalar los pilotes.
Esos dos tienen unas palas minúsculas
y pareciera que en cualquier instante
serán devorados por la máquina.
En la cabina de la grúa roja,
un cincuentón manipula palancas y embragues
y se da tiempo para contestar
su teléfono móvil y sonreír
mientras trabaja.

En la memoria quedarán
estos instantes fugaces:
el operador detiene la grúa,
salta de la cabina, guarda el teléfono,
y echa a andar con lentitud
para ayudar a sus compañeros
que batallan con el cable.
Los tres, luchan hasta lograr engancharlo
a una columna. Se separan sonrientes.

Mañana o en muchos años más, da igual,
unos cuantos diremos:
"yo vi nacer este puente,
vi cómo abrieron el asfalto,
cómo levantaron sus columnas,
cómo creció un poco cada día;
es como mi hijo,
o como un pariente cercano".

La ilusión, la sensación de eternidad
dura unos segundos, un minuto quizá.
De pronto, el rojo cambia a verde
y los autos avanzan.

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